Juzgar en España: dónde el pasado elige a los jueces del presente.
El reciente fallo del Supremo contra el fiscal general del Estado es el espejo roto de la democracia española: el linaje y las viejas élites siguen manejando la justicia desde las sombras, a golpe de apellido y nostalgia franquista. En una España que presume de reformas y modernidad, la democratización judicial sigue siendo un espejismo. ¿De verdad es posible limpiar el sistema cuando quienes lo dirigen tienen sangre azul judicial?
La reciente resolución del Tribunal Supremo, que ha condenado al fiscal general del Estado por revelación de datos reservados con multa y dos años de inhabilitación, ha dejado al desnudo una incómoda realidad para la democracia española: el poder judicial sigue siendo feudo de los "hijos y nietos de aquellos señores enlutados" que celebraron la llegada de la Monarquía hace justo 50 años. Es la prueba irrefutable de que, pese a décadas de reformas y maquillaje institucional, los tentáculos del franquismo siguen apretando el cuello de la justicia.
Julia Otero lo verbaliza en su columna: para muchos, este fallo demuestra que mandar en la justicia española sigue siendo cosa de linaje, no de mérito ni de ciudadanía. El mismo día que se cumple medio siglo de la coronación de Juan Carlos y de la muerte de Franco, volvemos a comprobar que la historia no solo pesa, sino que condiciona el presente.
La democratización de la justicia española ha sido durante años el mantra de partidos, expertos y periodistas. Sin embargo, entre nombramientos opacos, puertas giratorias y escándalos judiciales de alto nivel, el sistema judicial parece abocado a la repetición de patrones feudales más que a la apertura democrática. Todavía demasiados apellidos se heredan con despacho y toga, y demasiados “señores enlutados” se han asegurado que el color de la democracia solo sea un atrezo puntual entre corbatas negras.
El ciudadano de a pie ve pasar los titulares: revelación de correos, condenas a fiscales, recursos eternos y políticas “de salón” donde la democratización se limita al papel mojado de comunicados oficiales. En la práctica, las grandes decisiones siguen en manos de los mismos clanes, quienes nunca han dejado de aplaudir “a rabiar” a sus nuevos representantes, sea en la Monarquía, la Judicatura o las Cortes.
¿Hay esperanza? Solo si la sociedad se quita el luto y empieza a exigir transparencia, participación real y reforma de los órganos de poder judicial. Democratizar la justicia va más allá de modificar leyes; implica desmontar privilegios y romper con una genealogía tóxica entregada a la protección de los suyos.
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