La justicia: ese teatro donde los jueces nunca pierden el guion. Justicia lawfare.
La justicia, ese teatro al que nunca le faltan focos, hoy sube el telón para otro episodio de “sentencias políticas” donde la toga blinda a los suyos y la duda destierra la confianza ciudadana. El Supremo condena, la opinión pública sentencia, pero lo que queda –otra vez– es el hedor de la impunidad.
España despierta con la noticia de que el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, ha sido condenado por revelación de secretos tras filtrar un correo que salpica (oh, sorpresa) al círculo íntimo de Ayuso. Dos años de inhabilitación, 7.200 euros de multa y 10.000 que deben salir de su bolsillo para indemnizar al novio de la presidenta madrileña. Nada que no entre en la cuenta de gastos de los que pisan moqueta y creen que la justicia es un decorado.
¿Qué deja la sentencia? Más allá de nombres y titulares, la sombra de los jueces impunes que rigen la vida pública como privilegio hereditario. Unos magistrados convertidos en árbitros de tramas políticas, cuyos veredictos siempre parecen arrastrar la tinta de intereses que no se lavan ni con la mejor campaña de reputación institucional.
Y mientras los medios muerden el cebo—correos filtrados, confesiones y pactos camuflados—la realidad es otra: los ciudadanos asisten a un espectáculo de poder donde solo cambia el decorado, pero los actores repiten línea. O se premia el silencio o se castiga la voz incómoda. Aquí la verdad no se filtra; se negocia, se retuerce y, al final, se esconde tras togas blindadas y sentencias que jamás extirpan la duda.
¿Impunidad judicial? Llámalo privilegio sistémico. ¿Sentencias políticas? Llámalo ajuste de cuentas en la cúpula del Estado. Porque cuando un fiscal general cae, no es la justicia la que se tambalea, sino la fe de un país ya hastiado de ver cómo el poder se protege a sí mismo mientras la moral pública sigue bajando en bolsa.
Haz scroll y mira cómo este caso se viraliza por todo lo alto. Mañana será otro nombre y otra sentencia. Pero la herida sigue: jueces impunes, sentencias a medida y ciudadanos espectadores de una obra de teatro tan vieja como el propio sistema.
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