Nucleares, lobbies y cortijos: cuando las leyes energéticas se dictan en los despachos de Endesa

En el teatro político español, poca función resulta tan transparente y repetitiva como el inagotable idilio entre la derecha y las grandes energéticas. Mientras PP y Vox se presentan como adalides de la independencia energética, sus gestos huelen más a sumisión regulatoria que a liderazgo nacional. El telón de fondo: la opaca regulación de los lobbies en España, ese invitado incómodo que nunca acaba de sentarse —ni de irse.



La reciente ofensiva de PP y Vox contra el cierre de las centrales nucleares, alineando discurso y estrategia con empresas como Iberdrola, Endesa o Naturgy, ha reavivado sospechas sobre de quién es, realmente, la voz que retumba en el Congreso. ¿Defensa pública o dictado privado?

En 2019, la hoja de ruta marcada para desmantelar progresivamente las nucleares contaba incluso con el consenso de las propias empresas. Pero, cuando el Gobierno sube la tasa Enresa —ese pequeño canon para gestionar residuos radiactivos—, las energéticas redescubren su amor por los reactores eternos, mientras sus aliados políticos recogen el argumentario con entusiasmo radioactivo.

Es en este ambiente donde la pregunta sobre los lobbies se vuelve insoslayable. España, a diferencia de otras democracias consolidadas, sigue sin una ley estatal que regule de manera estricta la acción de los grupos de presión. La reciente inscripción voluntaria del registro de lobbies en el Congreso ha resultado meramente testimonial: ni nivel de acceso, ni transparencia real, ni rastro de las más lucrativas reuniones. Los pasillos del poder son largos, pero la rendición de cuentas sigue siendo corta.

Y este vacío legal no es casualidad. La falta de regulación no solo perpetúa la opacidad, sino que alimenta una deriva peligrosa: el interés privado se disfraza de bien común sin coste político, y los debates energéticos acaban siendo rehenes de tres empresas con el “cortijo” nuclear en su puño de hierro.

El caso francés es paradigmático: Francia juega abiertamente a favor de su industria nuclear, presionando para que Bruselas la incluya en el selecto club verde. Allí, la acción de lobby es transparente y está sometida a escrutinio público; aquí, el ciudadano de a pie debe asumir que las grandes decisiones se fraguaron en cenas discretas, lejos del BOE.

El resultado es un escenario donde los partidos conservadores agitan el miedo al apagón y proclaman el milagro nuclear, mientras las cifras evidencian el declive del sector y la irrupción imparable de las renovables.

No habrá debate energético honesto —ni avance democrático real— mientras la regulación de los lobbies siga en tierra de nadie. Urge una legislación transparente, con registros públicos, trazabilidad real de reuniones y sanciones concretas por malas prácticas. No para estigmatizar el lobbying, sino para garantizar que los intereses de unos pocos no sigan dictando el rumbo de todos.

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